jueves, 9 de julio de 2009

La crisis cambia panorama a las empresas

Hernán Iglesias Illa
Horizonte lejano


La economía mexicana se ha reducido 8.2% en el primer trimestre del año; es el tercer trimestre consecutivo de contracción y el peor trimestre desde los estremecedores meses de abril, mayo y junio de 1995, el momento más profundo de la crisis económica posterior a la devaluación (cuando cayó 9.2%).


Las previsiones del gobierno para 2009 han sido progresivamente ajustadas a la baja: el último cálculo disponible, de fines de mayo, es una caída del PIB de 5.5%, una cifra que hasta hace unos pocos meses estaba fuera de la órbita hasta de los más pesimistas.


Los números de la industria son igual de desalentadores: una caída general de 9.9% en el primer trimestre y de 13.8% para las manufacturas, donde han sufrido especialmente las automotrices y sus fabricantes mexicanas de autopartes.


En febrero, el Fondo Monetario Internacional (FMI) ofreció una nueva línea de crédito para países en aprietos y durante un par de semanas el único país que levantó la mano fue México. Agustín Carstens prometió no usar el dinero, sino tenerlo tan sólo por si acaso, pero muchos se preguntaron por qué volver al FMI, después de 10 años, si el dinero no hacía falta.


El Banco de México ha admitido que ya no está preocupado por la inflación: después de aumentar las tasas en junio de 2008 (a fin de año llegarían a 8.25%), desde enero las ha reducido varios escalones hasta 5.25%, con el objetivo de inyectar dinero en los mercados de crédito y reactivar la economía.


Tampoco ha sido un año fácil para los inversionistas mexicanos. En las últimas semanas, el IPC mexicano se ha recuperado un poco más rápido que el índice Dow Jones de la Bolsa de Nueva York, pero ambos han perdido más de 25% desde junio del año pasado.


¿Derivados?, ¿epidemia?


Quienes en aquel momento se hubieran entusiasmado con el precio récord del crudo, se habrían dado un golpe aún más duro. Lo mismo que las docenas de mexicanos que se dijeron a sí mismos “lo más sensato es darle mi dinero a un fondo de inversión reconocido de EU” y se lo entregaron a Bernie Madoff, el neoyorquino adorado durante una década y despreciado desde diciembre por la crema inversionista de EU y AL, quienes perdieron todo su dinero confiado a sus carteras.


Semanas más tarde, los ahorros de no pocos mexicanos también caían en otra trampa: la del banco de Allen Stanford. Se calcula que cerca de 7,000 mexicanos fueron víctimas de las estafas más sonadas del año.


Para colmo, muchos de los que intentaron caminos más sofisticados, terminaron quemados y adoloridos: en octubre, cuando
Comercial Mexicana (Lugar 33) anunció que su deuda se había inflado a 2,000 millones de dólares por culpa de una mala apuesta de derivados, buena parte del público se enteró en ese mismo momento que muchas firmas mexicanas se habían subido al inestable tren de los derivados en busca de ganancias financieras mayores.

No fueron pocas las empresas que habían aprovechado la estabilidad del peso para hacer contratos de cobertura. Pero con la devaluación las ganancias que antes eran jugosas se convirtieron en pérdidas sangrientas que a septiembre de 2008 sumaban 2500 MDD. En la lista empresas afectadas comenzaron a anotarse Cemex (Lugar 5), Alfa (Lugar 12), Gupo Maseca (Lugar 41) y
Bachoco (Lugar 93).

Los derivados, un instrumento que originalmente se había creado para proteger a las empresas de variaciones bruscas en el precio de los insumos, de la moneda extranjera o de los energéticos, se convirtieron en “un casino”, como dijo el propio Guillermo Ortiz, gobernador del Banco de México.


Eran semanas en las que el mundo corporativo y financiero mexicano casi todos los días descubría alguna grieta o ponchadura en el hasta entonces sólido y brillante rascacielos de la economía mexicana. Era un momento en el que los ejecutivos de las grandes empresas se sentían confundidos y abatidos: a medida que EU se derrumbaba y el hemisferio norte se preparaba para un invierno que sería (y fue) muy duro, muchas de las lecciones aprendidas en la escuela de negocios parecían haber perdido su vigencia.


Hubo días en los que tanto la prudencia como el riesgo, debido a la infinidad de variables en danza, parecían estrategias igual de desafortunadas.


Y en medio de este atribulado panorama, cuando la gente de negocios sólo necesitaba cualquier pretexto para cerrar el paraguas y volver a invertir y a pensar en el futuro, llegó a finales del mes de abril la epidemia de influenza humana, el ogro que pisoteó todos los brotes de crecimiento y paralizó durante semanas a una economía que necesitaba todo lo contrario.


Las compañías del sector turístico, que ya venían trastabillando desde hace un año por las recesiones en los países de origen de los turistas y los costos de los combustibles, tuvieron que enfrentarse a un enemigo imposible de derrotar: el pánico. En un mes, el sector turismo perdió 100,000 empleados. Los destinos turísticos a mediados de mayo sólo tenían 10% de ocupación.


El gobierno ha visto caer una a una las tres mayores fuentes de divisas de la economía: primero se desplomó el petróleo, después se estancaron las remesas y, cuando todas las esperanzas habían quedado en el turismo, apareció la influenza.


El equipo de Felipe Calderón le ha puesto un número al daño económico provocado por la influenza (0.3% del PIB de 2009), pero los efectos simbólicos y psicológicos sobre la población inversora, consumidora y trabajadora probablemente serán mayores.


Una economía saludable es aquella en la cual sus miembros interactúan con otros, abiertos al contacto y al intercambio de ideas. Una economía en recesión, enferma y con graves problemas de inseguridad a causa del narco, es una economía en la cual sus miembros han perdido la confianza en los demás y en el futuro: es una economía donde sus actores económicos llevan cubrebocas.


Por eso la epidemia ha sido una demoledora metáfora del momento que vivía la economía mexicana en el momento del estallido: hizo visibles los cubrebocas que millones de mexicanos –con su prudencia a la hora de consumir, o de contratar, o de comprar una máquina– se habían puesto para no contagiarse.


El gobierno logró que desaparecieran de las calles los cubrebocas visibles. Su objetivo, ahora, es que
Las 500 empresas más importantes de México se quiten sus propios cubrebocas metafóricos y se atrevan en el próximo año a salir a la calle sin miedo a infectarse con el virus de la recesión y la crisis económica.

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